10 marzo, 2018

Leyenda el Callejón del Ratón.



En el bullanguero barrio de San Felipe, están un casi olvidado callejón al que desde el siglo pasado lo han llamado del “Ratón”. Son unas cuantas casas las que tienen sus puertas para dicho callejoncito, pero a pesar de su poca dimensión, tiene un lugar en las tradiciones y leyendas del barrio felipense.

Doña Luisa Jaime vivió muchos años en la esquina que hacen las calles Victoria y López Rayón, por lo que era muy conocedora de todo lo que concernía a esa porción de casas del llamado “barrio abajo”. De ella oímos hace años la increíble historia del famoso Callejón del Ratón.

En él vivió a fines del siglo pasado un “charamusquero”, de nombre Francisco Pérez, quien tenía merecida fama de hacer las más sabrosas golosinas de dulce de cuantos las trabajan en el Lagos de ese tiempo. Las “trompadas”, los “bocadillos”, las “pepitorias” y las ya mencionadas “charamuscas” que salían de su humilde dulcería eran muy apreciadas por todos los habitantes.

Trabajaba el dulce en una de esa cocinas antiguas que tenía fogón de campana, y en lugar de las actuales vitrinas donde las amas de casa guardan sus vajillas tenía unos altos bancos de material que usaban para guardar los bonitos platos que venían de Aguascalientes y las cazuelas de la Villita.

Cierto día se encontraba don Pancho Pérez ejerciendo su dulce oficio ,confeccionando las retorcidas charamuscas, que terminaban en ambos lados en bolitas que aprisionaban un coco de aceite. Dichas golosinas le daban a don pancho mucha fama pero muy poco dinero. Su precio era un centavote de aquellos que mandó acuñar don Porfirio Díaz, cuyo diámetro casi era igual al de las actuales monedas de cien pesos. Al volver don Pancho su mirada hacia un rincón de la cocina, miró que caminaba una parda motita sobre los rojos ladrillos del piso. Era un ratoncillo que con inocentes ojitos, brillantes como cuentas de chaquira, miraba de hito en hito al viejo charamusquero. Don Pacho, que era de buen natural, lejos de incomodarse, le tiró pequeñas menuzas del dulce que trabaja, las que el roedor comía confiadamente. Una vez que sació su hambre el ratoncito, se fue a su buhardilla, que estaba en el desconchado “apoyo” que sostenía el fogón. A partir de ese día, diariamente salía a la misma hora el roedor, al que cada vez miraba don Pancho más desarrollado.

Pero alguien le dijo con razón que la dicha no es eterna. Y para mal del ratoncillo, las nietas del dulcero hicieron para el día de finados, “condoches” y tamales, golosinas que gustaban a don Francisco, quien comió como desesperado y los resultados fueron desastrosos para el goloso dulcero.

Sus nietas llevaron a la curandera del barrio, quien con mucha seriedad dictaminó que el tragón de don Francisco tenía “latido”, con peligro de convertirse en “postema”, por lo que el caso era de suma gravedad. Por lo pronto lo pellejeó y le dio un bebedizo que empeoró al enfermo, cobró dos reales de honorarios y se fue muy circunspecta, no sin amenazar con presentarse tres días después a ver cómo seguía el enfermo.

Los días pasaban y don Pancho empeoraba, pese a las pócimas y tizanas que doña Agapita, la curandera, le administraba puntualmente. Los recursos económicos de la familia menguaban en forma alarmante. Primero vendieron unos pollos capones que tenían destinados para hacerlos en mole de olla en el santo del abuelo, luego un charamusquero amigo de don Pancho le compró las “cabritas” en que éste vendía sus dulces. Al agotarse los pocos centavos que había en casa, las nietas se fueron con las vecinas a ayudarles en sus quehaceres para que les dieran de comer y llevar algo para su abuelo.

Don Francisco pasaba sus últimas horas sentado en medio de la amplia cocina donde antes trabajaba. Un día apareció el ratón y sin recelo se acercó al enfermo. Se levantó sobre sus patas traseras y con sus brillantes ojitos parecía decir algo a su benefactor. Este por su parte decía con quejumbrosa voz:

- Pobre amigo, qué he de darte, si yo estoy tan en ayunas que todavía puedo comulgar a esta hora. La mala enfermedad que padezco no me deja trabajar. Ya vendí lo que pude de mi ajuar y sólo me queda la Dolorosa, que fue de mi difunta esposa. Pero Dios me libre de venderla. Eso sería un pecado, como el de Judas; prefiero no comer que venderla.

Cuando el hombre dejó de hablar, el animalejo se fue a su buhardilla. El enfermo lo siguió con sus ojos vidriosos y tristes. Aún no apartaba la mirada del lugar cuando empezó a salir caliche y tierra, y entre el polvo salió rodando un tostón de plata que rebotó en el ladrillo del piso con un argentino sonar de campanitas. Poco faltó para que don Pancho cayera desmayado. Con trabajo se llegó hasta donde estaba la moneda, la tomó en su temblorosa mano y por un momento creyó estar soñando, pero el tintineo de la moneda lo volvió a la realidad y con ansia esperó la llegada de sus nietas para enterarlas de tan afortunado acontecimiento, que les permitiría vivir una semana.

Varias veces se repitió el sorprendente caso, pero, a pesar de ello, don Francisco empeoraba y la curandera del barrio se desesperaba al ver que sus tizanas no surtían ninguna benéfica acción en el organismo del antes optimista dulcero, quien por fin murió. Pero antes contó a sus admiradas nietas el curioso caso, por lo que ellas, al volver del panteón de inhumar el cuerpo de su abuelito, lo primero que hicieron fue escarbar el lugar donde vivía el dadivoso roedor, el que al oír los golpes de la barreta que amenazaba con destruir sus vivienda salió entre escombros y huyó a un lugar más seguro.

Cuenta la leyenda que en vano buscaron las ambiciosas jóvenes el tesoro que su fantasía les ofrecía como seguro.

Texto de Don Jesús Martínez Ramírez.

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