En el bullanguero barrio de San Felipe, están un casi
olvidado callejón al que desde el siglo pasado lo han llamado del “Ratón”. Son
unas cuantas casas las que tienen sus puertas para dicho callejoncito, pero a
pesar de su poca dimensión, tiene un lugar en las tradiciones y leyendas del
barrio felipense.
Doña Luisa Jaime vivió muchos años en la esquina que hacen
las calles Victoria y López Rayón, por lo que era muy conocedora de todo lo que
concernía a esa porción de casas del llamado “barrio abajo”. De ella oímos hace
años la increíble historia del famoso Callejón del Ratón.
En él vivió a fines del siglo pasado un “charamusquero”, de
nombre Francisco Pérez, quien tenía merecida fama de hacer las más sabrosas
golosinas de dulce de cuantos las trabajan en el Lagos de ese tiempo. Las
“trompadas”, los “bocadillos”, las “pepitorias” y las ya mencionadas
“charamuscas” que salían de su humilde dulcería eran muy apreciadas por todos
los habitantes.
Trabajaba el dulce en una de esa cocinas antiguas que tenía
fogón de campana, y en lugar de las actuales vitrinas donde las amas de casa
guardan sus vajillas tenía unos altos bancos de material que usaban para
guardar los bonitos platos que venían de Aguascalientes y las cazuelas de la
Villita.
Cierto día se encontraba don Pancho Pérez ejerciendo su
dulce oficio ,confeccionando las retorcidas charamuscas, que terminaban en
ambos lados en bolitas que aprisionaban un coco de aceite. Dichas golosinas le
daban a don pancho mucha fama pero muy poco dinero. Su precio era un centavote
de aquellos que mandó acuñar don Porfirio Díaz, cuyo diámetro casi era igual al
de las actuales monedas de cien pesos. Al volver don Pancho su mirada hacia un
rincón de la cocina, miró que caminaba una parda motita sobre los rojos
ladrillos del piso. Era un ratoncillo que con inocentes ojitos, brillantes como
cuentas de chaquira, miraba de hito en hito al viejo charamusquero. Don Pacho,
que era de buen natural, lejos de incomodarse, le tiró pequeñas menuzas del
dulce que trabaja, las que el roedor comía confiadamente. Una vez que sació su
hambre el ratoncito, se fue a su buhardilla, que estaba en el desconchado
“apoyo” que sostenía el fogón. A partir de ese día, diariamente salía a la
misma hora el roedor, al que cada vez miraba don Pancho más desarrollado.
Pero alguien le dijo con razón que la dicha no es eterna. Y
para mal del ratoncillo, las nietas del dulcero hicieron para el día de
finados, “condoches” y tamales, golosinas que gustaban a don Francisco, quien
comió como desesperado y los resultados fueron desastrosos para el goloso
dulcero.
Sus nietas llevaron a la curandera del barrio, quien con
mucha seriedad dictaminó que el tragón de don Francisco tenía “latido”, con
peligro de convertirse en “postema”, por lo que el caso era de suma gravedad.
Por lo pronto lo pellejeó y le dio un bebedizo que empeoró al enfermo, cobró
dos reales de honorarios y se fue muy circunspecta, no sin amenazar con
presentarse tres días después a ver cómo seguía el enfermo.
Los días pasaban y don Pancho empeoraba, pese a las pócimas
y tizanas que doña Agapita, la curandera, le administraba puntualmente. Los
recursos económicos de la familia menguaban en forma alarmante. Primero
vendieron unos pollos capones que tenían destinados para hacerlos en mole de
olla en el santo del abuelo, luego un charamusquero amigo de don Pancho le
compró las “cabritas” en que éste vendía sus dulces. Al agotarse los pocos
centavos que había en casa, las nietas se fueron con las vecinas a ayudarles en
sus quehaceres para que les dieran de comer y llevar algo para su abuelo.
Don Francisco pasaba sus últimas horas sentado en medio de
la amplia cocina donde antes trabajaba. Un día apareció el ratón y sin recelo
se acercó al enfermo. Se levantó sobre sus patas traseras y con sus brillantes
ojitos parecía decir algo a su benefactor. Este por su parte decía con
quejumbrosa voz:
- Pobre amigo, qué he de darte, si yo estoy tan en ayunas
que todavía puedo comulgar a esta hora. La mala enfermedad que padezco no me
deja trabajar. Ya vendí lo que pude de mi ajuar y sólo me queda la Dolorosa,
que fue de mi difunta esposa. Pero Dios me libre de venderla. Eso sería un
pecado, como el de Judas; prefiero no comer que venderla.
Cuando el hombre dejó de hablar, el animalejo se fue a su buhardilla.
El enfermo lo siguió con sus ojos vidriosos y tristes. Aún no apartaba la
mirada del lugar cuando empezó a salir caliche y tierra, y entre el polvo salió
rodando un tostón de plata que rebotó en el ladrillo del piso con un argentino
sonar de campanitas. Poco faltó para que don Pancho cayera desmayado. Con
trabajo se llegó hasta donde estaba la moneda, la tomó en su temblorosa mano y
por un momento creyó estar soñando, pero el tintineo de la moneda lo volvió a
la realidad y con ansia esperó la llegada de sus nietas para enterarlas de tan
afortunado acontecimiento, que les permitiría vivir una semana.
Varias veces se repitió el sorprendente caso, pero, a pesar
de ello, don Francisco empeoraba y la curandera del barrio se desesperaba al
ver que sus tizanas no surtían ninguna benéfica acción en el organismo del
antes optimista dulcero, quien por fin murió. Pero antes contó a sus admiradas
nietas el curioso caso, por lo que ellas, al volver del panteón de inhumar el
cuerpo de su abuelito, lo primero que hicieron fue escarbar el lugar donde
vivía el dadivoso roedor, el que al oír los golpes de la barreta que amenazaba
con destruir sus vivienda salió entre escombros y huyó a un lugar más seguro.
Cuenta la leyenda que en vano buscaron las ambiciosas jóvenes
el tesoro que su fantasía les ofrecía como seguro.
Texto de Don Jesús Martínez Ramírez.
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