14 abril, 2018

Leyenda de la Calle Las Reas.


Muchas personas preguntan que quiénes fueron las Reas y qué merecimiento tuvieron para que una de las calles del barrio alto de La Otra Banda lleve su nombre. Y tienen razón, pues hace tantos años que habitaron en dicha calle, que ya muy pocas personas saben quiénes fueron, y eso por pláticas que oyeron de sus antepasados.



La casa habitación de Toñita y Petrita Rea lindaba con la extensa y hermosa huerta de don Pedro Cabello, que más tarde se convirtió en el terreno ahora conocido por “Pémex”. Dicha casa era huerta y jardín, pues bajo frondosos chabacanos, duraznos y limoneros, florecían las tímidas violetas, los perfumados capullos de alhelí, las margaritas, y no podían faltar los nardos. En la parte más alta del terreno estaba el pozo, que por medio de un bimbalete y rectas acequias, llevaba el agua crstalina a los surcos y arriates donde florecían los setos de rosa té y los jazmines de Oriza.

Don Moisés Vega Kegel habla de esta hermosa casa jardín, en una bella descripción que publicó hace años en Jueves de Excélsior.

Pero la celebridad de estas señoritas no vienen de la bucólica hermosura de su huerta, ni del virtuosismo que alcanzó Toña tocando la mandolina, acompañada de una amiga y vecina con la viola. Al oírlas sus llegados ejecutar con sentimiento y maestría lo mismo los sentimentales valses mexicanos que las polkas y pasodobles que fueron tan populares en esos tiempos, las empezaron a invitar para que amenizaran las fiestas familiares de los barrios cercanos a su domicilio. A este famoso dueto, se unió una amiga llamada Brígida, que, a pesar del nombre que le dieron sus ingratos padres, era dueña de una voz tan sublime, que ya la hubiera querido una diva para cantar en un día de fiesta. Sin pena y sin gloria hubieran pasado estas mujeres a pesar de sus aptitudes como ejecutantes de las más bellas melodías de sus tiempos, por las que habías ganado el aprecio y aplausos de sus conciudadanos, pero el destino quiso inmortalizarlas por medio de una maligna aparición.

      A fines del pasado siglo, llegó a esta tierra un novedoso y bonito vals titulado “Daría el cielo por un beso”. Era tan delicada su música, y su letra tan llena de metáforas amatorias, que a los pocos días de su llegada a Lagos no había muchacha que no la cantara cuando regaba sus macetas o componía las jaulas de sus canarios. El dueto Rea no podía dejar de incluir en su repertorio ese vals, que por bello era comparado con los que venían de la lejana Viena.

     En algunos púlpitos se levantaron airadas voces contra el blasfemo título.Pues decían-no sin razón-los prudentes varones que cómo iba a ser posible que por la lujuria de un beso, se cambiara la eterna bienaventuranza, y que eso era el colmo de la impiedad. Pero a pesar de las viejas raíces cristianas que siempre han privado en nuestra comunidad, los laguenses siguieron valsando y cantando la bella tonada.

     Una cálida tarde del mes de abril, fueron invitadas las señoritas Rea a amenizar un sarao que hubo por el Callejón del Beso, unas calles arriba de la plaza de García, el cual terminó como a las 9 de la noche. La luna lucía sus mejores galas. Por tal motivo se atrevieron las señoritas Rea a irse caminando a su domicilio. Tenían que pasar frente al Jardín Grande, cuya tupida arboleda vertía numerosos arabescos de sombra en los prados. Sólo a través de las ramazones se filtraban destellos lunares que ponían en las rosas toques marfilinos. De pronto vieron las Rea a una dama y a un caballero lujosamente vestidos, que llegando al pórtico del jardín les pidieron con buenas razones le tocaran “Daría el cielo por un beso” (algunos decían que pidieron” Después del baile”, pero la mayoría decía que fue el primero se dijo). Ellas en un principio se negaron, ya que no acostumbraban tocar en la calle, pero era tan linda la dama y tan gentil el galán, y con tan comedidas palabras lo pidió, que al fin accedieron. A los primeros acordes, la feliz pareja se deslizó como si estuvieran en un salón de Schonbrunn. Puede uno imaginar la maravillosa escena, la magia del momento, el encanto de la música y aquella pareja girando como un halo en el mosaico de sombras que hacían en el piso las ramas de los fresnos centenarios. Como extasiados los contemplaban las Reas, sus dedos arrancaban de sus instrumentos musicales los sonidos más dulces, las tesituras más sublimes que jamás ellas soñaran. Pero en una vuelta se acercaron los bailarines a las ejecutantes y una de ellas miró hacia los pies de la joven pareja, descubrió con horror que el mancebo tenía pesuñas en vez de pies. Lo hizo notar a su compañera y ambas invocaron el nombre de Dios y de su santa madre y al instante la pareja desapareció. Esta fue una leyenda de las más arraigadas en las tradicionales laguenses, y con la que las Rea pasaron a la inmortalidad.

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